top of page

Sobre los orígenes de la creatividad | A&D

  • Foto del escritor: Ana Paula Rivas
    Ana Paula Rivas
  • 4 nov
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 7 nov

Antes de cada acto de creación, llega una larga pausa, un vacío.

No se trata de un vacío cualquiera, sino uno cargado de posibilidades, como ese momento de calma antes de que comience la tormenta. En esa pausa, parece agitarse algo que estaba ahí desde siempre, esperando el momento justo para materializarse. Lo llamamos inspiración, pero quizás sea otra cosa. A veces tengo la sensación de que se trata de algo más grande, algo que nos trasciende, algo que nos elige para que le demos forma.


Con el tiempo, fui convenciéndome de que en cada espacio, cada historia o cada idea, ya habita una esencia única. Si miramos desde ahí, la creatividad deja de ser solo una búsqueda de belleza para convertirse en algo más profundo: en la revelación de una verdad que ya estaba ahí.

Desde esta perspectiva, crear es, sobre todo, un acto de participación. Es como sintonizar una frecuencia y permitir que algo que no se vea encuentre, a través de uno, su forma concreta. Al final, da lo mismo si somos artistas, diseñadores o simplemente personas creando; el rol es similar: hacemos de traductores. Tomamos esos impulsos sutiles y les damos ritmo, textura,  palabra, en un intento por alinearnos con algo que sentimos eterno.


ree

La llegada de la idea


Esta relación con lo invisible comienza con un tipo de atención particular. En mi caso, el proceso creativo nace de una mirada que va más allá de lo visual; es una observación deliberada, casi un acto de cuidado.

Se trata de registrar esos detalles mínimos que suelen pasarnos desapercibidos: la sensación del sol al bañar la piel, el vaivén pausado de una cortina con el viento, el sonido de la lluvia contra el vidrio, o el juego de luces y sombras que se dibuja en el suelo.


Esos pequeños detalles tienen voz. Agitan algo que está bajo la superficie: una sensación que no tiene nombre, pero que insiste en ser seguida, explorada.

Lo que hago, en realidad, es traducir. Traduzco lo que veo a un lenguaje de otros sentidos, como un juego: ¿qué sonido tendría esta línea? ¿Qué temperatura tiene este color? ¿Qué sabor tiene el recuerdo cuando está a punto de volver? ¿Qué textura tiene la luz sobre el agua?

De a poco, todas esas impresiones van encontrando un guion. Empiezan a surgir historias en mi cabeza —escenas, ideas sueltas— fragmentos de pensamiento que registro en raw notes antes de que desaparezcan.


Y ahí es cuando entra en juego la cámara. Con el lente, busco hacer concreto algo que hasta entonces solo era una intuición. A veces, el mundo me regala la luz exacta; otras, vuelvo a mis archivos, a esos momentos que ya viví una vez y que ahora estoy lista para reimaginar.


Así es como las ideas me encuentran: a través del cuerpo, a través de los sentidos. No mediante el scroll o la búsqueda online, sino a través de la experiencia y la presencia.

Y, sin embargo, a menudo me pregunto: ¿por qué este proceso? ¿Por qué estas imágenes y no otras? ¿De dónde viene esta forma de percibir? ¿Existe un origen para el camino creativo, una fuente más allá del yo?


Elizabeth Gilbert sugiere que las ideas están vivas — sostiene que son entidades conscientes que vagan por el mundo en busca de un colaborador dispuesto. Y quizás eso es, justamente, lo que yo experimento al crear: no la invención de algo nuevo, sino la manifestación de algo que siempre estuvo ahí. Las ideas, como visitantes, aparecen cuando el espacio está listo para recibirlas; cuando somos lo suficientemente atentos para notar su llegada y lo suficientemente amables para alojarlas. Crear, entonces, no es reclamar, sino escuchar. Las obras más brillantes no nacen del control, sino del consentimiento —del acuerdo para dejar que el misterio hable a través de nosotros.


Cuando nos abrimos a este diálogo, la creación se convierte en una forma de fluir — el momento en que lo invisible elige volverse visible a través de nuestras manos. Decir “tuve una idea” quizás no sea del todo cierto. Podría ser más preciso admitir que “una idea me encontró a mí”. Nuestra tarea, entonces, no es poseerla, sino servirle de hogar: reconocer que nos ha elegido y cuidarla con el mismo respeto que se le da a algo que apreciamos.


Un diálogo con el tiempo


Si tuviera que nombrar al gran enemigo de la creatividad, ese sería la noción del tiempo.

Se filtra por todas partes — en la luz perfecta que se escapa antes de que logre atraparla, en la idea que pasa una sola vez, en la sensación que nunca se repite igual. El tiempo es lo que le da valor a la belleza, pero también es lo que se la quita. Y es justamente en esa tensión donde se sitúa mi trabajo. Podría decir que gran parte de mi proceso creativo es un intento constante de negociar con él; de encontrar la forma de congelar lo efímero, aunque sea por un segundo más.


Cada foto que tomo, cada texto que escribo, no son más que mi forma de pedirle a un instante que se quede un rato más. Es como intentar extender su respiro unos segundos.

Vivo estirándome hacia lo que sé que es pasajero, tratando de fijar con algún tipo de magia aquello que está destinado a esfumarse. Y, sin embargo, a veces pienso que si nada se desvaneciera, si todo fuera para siempre, quizás no sentiría esta urgencia por crear.


Hay una idea que Milan Kundera expone en La Inmortalidad que sigue haciendo eco en mí: esa necesidad casi humana de que algo nuestro permanezca, de marcar nuestro paso por un mundo que todo lo borra. Es ese anhelo íntimo de dejar una huella. Creo que en cada cosa que creamos, por pequeña que sea, late un deseo sutil de permanecer. Hacer belleza es, en el fondo, un acto de resistencia frente a lo pasajero.

El arte, en ese sentido, es nuestro intento por traspasar los límites de lo físico; es la manera en que lo que somos logra extenderse más allá del cuerpo y del tiempo que nos toca.


Y entonces surge la pregunta: ¿esto es puro ego, o será más bien el propósito mismo de las ideas —que tocan a nuestra puerta pidiendo, casi, que las preservemos a través de uno?

Al final, el arte se transforma en la ofrenda que le hacemos a todo lo que está de paso. Es nuestra manera de negociar con el tiempo, de tender un puente entre lo que se esfuma y lo que podría quedar. Ya no se trata de dejar atrás nuestra imagen, sino de entregar, aunque sea por un instante, el eco de nuestra presencia y manera de ser al mundo.


Sin embargo, como bien señala Kundera, la inmortalidad nunca es como la soñamos. Lo que termina perdurando no es el creador en sí, sino una especie de eco: una huella que se va modificando con cada mirada, en cada época, con el paso del tiempo. Ahí reside, quizás, la paradoja de todo artista: anhela dejar una marca en un mundo que, irremediablemente, todo lo transforma. Y tal vez en eso radique el verdadero propósito de crear: no lo hacemos para que nos recuerden de una manera fija, sino para participar en algo mucho más grande. Para sumarnos a esa conversación infinita que es la construcción del sentido. Comprender esto trae una libertad enorme. Es dejar de lado la presión de durar para siempre, y abrazar la tarea de ser, simplemente, un instante luminoso por el que pasa la eternidad.


El hilo


Al final de este recorrido, me surge la necesidad de unir dos visiones que, en apariencia, no podrían ser más distantes: la mirada suave y mística de Elizabeth Gilbert y la profundidad filosófica de Milan Kundera.

Y es en el punto justo entre el llamado mágico de una y el peso existencial del otro, donde encuentro un equilibrio para mi propio proceso creativo. Un lugar desde el que crear se revela, finalmente, como eso que es: un acto de escucha atenta y, al mismo tiempo, una rendición consciente.


No creamos para ser eternos, sino para tocar la eternidad.


No somos ni los únicos autores ni simples instrumentos pasivos. Nuestro lugar está en ese punto intermedio: somos traductores de lo que ansía ser visto, intérpretes de lo invisible.

Cada idea, cada pincelada de color, cada línea escrita, continúa un diálogo que comenzó mucho antes de nosotros. La creatividad no es un medio para preservar el yo; es una forma de disolverse en lo infinito — de permitir que lo eterno se recuerde a sí mismo a través de la forma.

Cuando creamos, añadimos un hilo a un tejido mucho más grande — el de la conciencia misma — que viene extendiéndose desde siempre. Cada gesto, cada imagen, cada nota, se convierte en una declaración: Estuve aquí. Escuché. Respondí.


En Esencia Atelier, veo el arte y el diseño como portales —no meramente exposiciones de estilos o maestría, sino como despertadores. Cada objeto, imagen o palabra se convierte en una invocación: un recordatorio de que lo invisible está siempre presente, siempre esperando a que lo notemos. De esta manera, cada acto de creación se convierte en una especie de recordar —un momento en que lo eterno toma prestadas nuestras manos para recordarse a sí mismo que existe.


Incluso ahora, mientras lees esto, es posible que una idea ya esté rondando a tu alrededor —invisible, paciente, esperando que te abras a ella. Si llega, ojalá reconozcas su llegada. Ojalá seas lo suficientemente valiente para dejar que te cambie, y lo suficientemente humilde para dejar que se mueva a través tuyo. Crear es escuchar. Diseñar es recordar. Hacer es volverse parte de la conversación eterna.


Porque no estamos aquí para poseer ideas, sino para honrarlas. Y, al hacerlo, mantenemos el hilo vivo.


Acompáñame en el recorrido


Comentarios


bottom of page