Meditando el espacio | Sense of Place
- Ana Paula Rivas
- 4 nov
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 8 nov
Hay lugares que te envuelven en el instante en el que llegas — con una sensación de familiaridad inmediata que es difícil poner en palabras. Otros, en cambio, permanecen distantes, casi indiferentes, como si guardaran un secreto para el que todavía no estamos listos.

La energía del espacio
Cada vez que viajo y logro sumergirme de verdad en un lugar, más se afianza en mí una certeza: que cada espacio guarda una huella única, una energía distintiva. Y aunque suene abstracto, es algo que se siente en la piel; está en el ambiente de una casa, en el ritmo de un barrio, en el eco de un paisaje. Me ha pasado: hay sitios que me abren, que me inspiran a expandirme, y otros que, sin saber bien por qué, me invitan más bien a resguardarme.
Los cambios que me provocan son sutiles, casi invisibles, pero constantes. Y, sin embargo, moldean por completo mi manera de moverme, de pensar e incluso de sentir.
A menudo describimos la belleza en términos visuales, pero la esencia de un lugar se percibe antes de ser vista. Está en la calidez de la luz del sol, en el aire de las avenidas, en la tensión entre tecnología y tradición, o en el modo en que la naturaleza se erige como co-arquitecta del espacio. Los lugares que más nos marcan son, justamente, aquellos que nos hablan donde las palabras no alcanzan. Aquellos en los que la atmósfera, por sí sola, se convierte en un lenguaje completo.
El diálogo entre “ser” y “habitar”
Cada geografía, desde mi experiencia, habla un dialecto distinto de “energía”.
Argentina es una blend singular: lleva una dualidad que tiende un puente único entre Europa y América Latina. Su energía vibra, es muy activa, pero no frenética; es un pulso humano y abierto, cargado de calidez y peso emocional. En ese cruce de mundos está mi fundamento: es la tierra de mis raíces y el telón de fondo más vívido de mi memoria.
Si Argentina es la tierra de las raíces, Alemania es la arquitectura de mi mente. Una paradoja que me fascina. Su cultura se construye sobre una razón sólida y un orden que no necesita alardes. Pero esa estructura, lejos de ser una jaula, funciona como un molde preciso: no para limitar, sino que para dar forma tangible a los sueños y las intuiciones del mundo interior.
Y luego está Italia, que se empeña en cumplir, con mucho talento, todos y cada uno de los clichés que circulan sobre ella. Y confieso que no solo no me molestan, sino que los celebro: porque en mi experiencia, están más vivos que nunca y son innegablemente auténticos.
Para mí, Italia se parece a una fotografía analógica: se mueve con una textura romántica, bañada en un granulado cálido y un deseo que se palpa en el aire. No es una ficción nostálgica, sino una verdad tan viva que duele.
Y mucho más al norte, Islandia. Un lugar que no rompe el silencio, sino que habla a través de él. Su lenguaje está hecho de tierra, hielo y fuego. Allí, el mundo parece recién formado, o quizás recién llegado de otro tiempo. Lo que experimenté no fue magia, sino algo más profundo, más místico: la sensación de una presencia antigua y pura. Una realidad tan distinta a todo lo conocido, que no puede sino transformarte.
A medida que me muevo entre estos lugares, comprendo que no son meros escenarios — son espejos. Recalibran mi frecuencia. Revelan qué partes de mí resuenan y cuáles permanecen aún quietas. La energía del lugar se convierte en una compañera en el autodescubrimiento — una maestra en el arte de la sintonía.
Amélie Nothomb escribió una vez:
"De todos los países en los que he vivido, mi país natal es el que menos he comprendido. Ser de un lugar, quizás de eso se trata: no entender de qué se trata. Sin duda esa es la razón por la que empecé a escribir allí. No entender algo es un fermento fenomenal para la escritura: mis historias le dan forma a una incomprensión creciente."
Sus palabras todavía resuenan en mí. Y quizás ahí esté la clave: que no entender del todo es lo que nos mantiene atentos, moviéndonos, creando — acercándonos a lo que existe más allá de los sentidos.
Habitar la geografía consciente
Vivir conscientemente es sumergirse en la atmósfera de lo que nos rodea; es notar cómo la naturaleza, la arquitectura y la cultura participan activamente en la creación de lo que somos. Un barrio, un río, una calle —la lista es infinita— cada uno guarda una cualidad que nos invita o, por el contrario, se nos resiste.
El verdadero cambio de perspectiva llega cuando comenzamos a escuchar de verdad. Ahí es cuando entendemos que el lugar está vivo. Que recuerda, responde y refleja. Se convierte, entonces, en un colaborador de nuestra propia evolución interior.
Dejar de ver un sitio solo por cómo se ve, para empezar a sentir lo que es, marca el inicio de la práctica más sutil del “pertenecer”.
Y he comprobado que, cuando lo hacemos y dondequiera que vamos, el mundo responde y por lo general, casi siempre se abre a nosotros.
Acompáñame en el recorrido



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